José Mourinho pasó como un ciclón por la Liga española. Su carácter chocó frontalmente contra la farándula que tratan de imponer los medios de comunicación. Los conflictos se sucedían casi semanalmente porque él tampoco rehuía al contacto. Tal fue el desgaste, que entre unos y otros se creó la sensación, y más tarde la realidad, de que había dividido a la plantilla del Real Madrid.
Como los resultados no llegaban, inventaron la excusa perfecta: su forma de ser, su mano dura no congeniaba con el trato que deben recibir este tipo de jugadores. Se buscó mano izquierda, un perfil más paternalista, un entrenador que hiciese dejando hacer.
Un cabezazo de Sergio Ramos cuando expiraba el tiempo añadido en la final de Champions acomodó mediáticamente a Ancelotti y sus valores serviles como panacea de la dirección de un grupo de élite. Ese golpe de fortuna, elevó el carácter del italiano hasta el punto de leer que sería conveniente convertirlo en el Ferguson del equipo de Florentino Pérez. Siete meses después, las dudas derivadas de los resultados vuelven a aparecer, y aquello por lo que te ascendieron al olimpo de los dioses se convierte en tu principal defecto.
Ahora ya no sirve el dialogo, la calma para resolver trances diarios. Se pierde y se vuelve a requerir la inflexibilidad de antaño. Cada cual es como es, y sinceramente no creo que sea cuestión de forma de ser. La clave está en lo que pasa en el terreno de juego, en lo que sucede en las sesiones de entrenamiento, es decir, en el juego.
A eso debemos dedicarnos los entrenadores sea cual sea nuestra personalidad. A buscar los recursos de mayor utilidad que están entre los jugadores de la plantilla, a trascender los tópicos, a saber que por muy elitista que sea una plantilla se debe entrenar con seriedad, implementar una idea y dotarla de variables. Guardiola ha demostrado que se puede, y se debe, entrenar rigurosamente por más que se nos aconseje que a estos futbolistas top únicamente hay que tenerlos felices exigiéndoles poco.