La edición de 2013 dejará en la memoria dos imágenes panorámicas de la Copa Confederaciones. Una de Brasil hacia dentro, inseparable del clima de malestar y tensión social reflejado en las protestas más multitudinarias de los últimos años en aquel país.
La otra, de Brasil hacia afuera, como el episodio en que un torneo menor de escasa trascendencia histórica pasó a convertirse en un certamen internacionalmente relevante, a nivel de competitividad y a nivel de audiencias. Millones de espectadores en todo el mundo siguieron con fervor la evolución y el desenlace de una competición que todos, de la hegemónica España a la ignota Tahití, se tomaron con incuestionable seriedad.